Las preguntas de Baradero
23/03/10
Por Silvana Melo
(APe).- Acaso sean primero las preguntas. Para tratar de comprender son imprescindibles las preguntas. De respuestas contundentes, sabiondas, arbitrarias, está el hastío superando las cabezas. Y confundiéndolo todo, para que la verdad vuelva a quedar en la piecita de atrás, bien escondida para los que le temen y la combaten.
¿Alguien escribió para este país el destino de la inmolación joven? ¿Es la muerte de los chicos lo que golpea conciencia en los demás, como una estaca en el hombro? ¿Qué es lo quemaba la rebelión popular de Baradero cuando encendía la Municipalidad y el Concejo Deliberante? ¿Qué quiso olvidar la rebelión popular de Baradero cuando incendió el Registro Civil y todas las actas y certezas de quiénes nacen y quiénes mueren en el pueblo? ¿Qué es lo que quiere volver a empezar? ¿Es Baradero un fenómeno de ciudad pequeña del interior, improyectable hacia el centro? ¿O es una pequeña sinopsis de la reacción por la impasibilidad de las instituciones del Estado ante los dramas de la gente? ¿Pintan su aldea los apenas 30 mil habitantes baraderenses para advertir a quienes se dignen a escuchar que pueden ser universales?
Todo parece empezar, si uno se para en una esquina cualquiera de la historia, en una fiesta de la que se van Giuliana Giménez y Miguel Portugal, los dos de apenitas 16 años, convencidos de que la vida es eterna hasta el final, como lo creen todos los que tienen 16 años y se acaban de volver a enamorar en esas horas. Se suben a la Gilera de Miguel y salen al aire fresco de las seis de la mañana. Sin casco porque el casco ataja esa brisa universal, habrán sentido. Creídos de que la muerte es una vieja lejana y ellos ángeles inaccesibles. La represiva y absurda política de tránsito impuesta por las autoridades largó a las calles a inspectores como perros feroces a perseguir a los pibes infractores que no llevaban casco. Dice el propio padre de Miguel –que fue inspector de esta cuadrilla- que les ordenaban abrir las puertas de las camionetas cuando pasaban los chicos para que se cayeran de las motos. Aunque la reacción haya cometido la tontería de incendiar la camioneta y quemar con ella cualquier rastro de la verdad, hay testigos que aseguran haber visto el volantazo para detener a Miguel y Giuliana. Otros dicen lo contrario. Pero en del imaginario popular jamás nadie podrá quitar la acidez en el alma con que golpea la arbitrariedad.
La verdad más atroz es que hay dos pibes muertos. Muertos cuando segundos antes creían que la vida sería eterna. Hasta el final. Pero el final en estas tierras suele ser ferozmente próximo.
Y la arbitrariedad es hermana y cómplice de un Estado amnésico, indiferente, falto de respuestas, autista. De un poder político que va engordando una deuda interna que, ya como una decisión sistémica, no va a atacarse. De una Justicia que nunca da respuestas a las víctimas, de un sistema que abandona hasta la desesperación y hasta la muerte. Cuando la arbitrariedad aparece, donde aparezca, en cualquiera de sus mutaciones proteicas, puede sobrevolar por las extensas alfombras de la resignación y la indiferencia. O puede encender una llama. Una pequeña llamita en un tiempo combustible. Y el incendio aparece, donde menos se lo espera. En una población tranquila, de 30 mil habitantes, cuyos dirigentes sólo atinan a negar que los que atacaron el símbolo de las instituciones fueran de ahí –no es muy posible organizar una banda de infiltrados un domingo a las 8 de la mañana ante algo que nadie sabía que iba a ocurrir-, porque lo malo siempre viene de afuera y nunca pertenece a un espacio pequeño donde “nos conocemos todos”.
Cuando los baraderenses encendían –o miraban cómo encendían- la Municipalidad y el Concejo Deliberante, acaso estaban poniéndole fuego –o mirando ponerle fuego- a tanto olvido para que se desolvide. A tanto abandono para que se desabandone. A tanta injusticia para que se justicie. Estaban, tal vez, enfrentando a los símbolos del Poder. A los arquetipos del Poder que puede para algunos y despuede para las mayorías. Del Poder que mira su propio ombligo y se olvida de los vulnerables y de los pibes y de la muerte temprana que termina siendo principio de cambio amargamente necrófilo.
Cuando los baraderenses encendían –o miraban cómo encendían- el Registro Civil, acaso quisieron sacarse de encima la memoria y las certezas, como para empezar de nuevo quién sabe cómo. En un país donde todos los nuevos son siempre los mismos y nadie termina de irse jamás.
Tal vez no haya mucho más que acasos y preguntas. Que son mejores que las respuestas pétreas y cuadradas e inmodificables.
Tal vez la mayor certeza es que Baradero es una fotografía alertante y soberbia que no mirará quien se niegue a hacerlo. Que no es una imagen aislada sino parte de una película que demasiados deciden ignorar que se está rodando en el abajo, tierra a tierra, piel a piel, desconsuelo a desconsuelo. Y cuyo punto final puede poner en pie, con manos y piernas nuestras, un país que sea otro.
Sobre las reservas morales
25/03/10
Por Oscar Taffetani
(APe).- Las panaderías argentinas de 1910 exhibían, junto a los frutos –amasados y horneados- de la dorada pampa cerealera, algunos condimentos ideológicos -y satíricos- agregados por los panaderos anarquistas. Así se conocieron las bolas de fraile y los sacramentos, las bombas, los cañones, los vigilantes… sabrosas facturas que los porteños de ayer (como los de hoy) consumían de mañana o de tarde, casi siempre acompañando el mate.
Cada noticia publicada por los diarios burgueses (es decir, por los grandes diarios) sobre hechos sucedidos o por suceder, hallaba de inmediato la réplica anarquista, zumbona y transgresora. Si, por ejemplo, se anunciaba la visita oficial de la Infanta Isabel de Borbón, Princesa de Asturias, a los fastos del Centenario, muy pronto se ponía a circular alguna letrilla antimonárquica –también llegada de España- a la calle: “La infanta Eulalia / se limpia el cu… / con una dalia. // La infanta Isabel / se limpia el cu… / con un clavel. // ¡Joderse con las infantas! / ¡Qué fea manera / de tratar las plantas!”.
Es que los hábitos de higiene –ya que rozamos el tema- si eran improbables en residencias y palacios, eran sencillamente impracticables en los conventillos donde sobrevivían, hacinados y sin agua, cientos de miles de inmigrantes. La miseria de gran parte de la población urbana, expresada en datos como una mortalidad infantil del 34 por mil, mostraba la cara oscura del Centenario.
Guillermo Rawson, médico sanjuanino que instituyó la primera cátedra de Sanidad Pública en el país, escribió hacia 1890 una monografía sobre la situación de las casas de inquilinato en la ciudad de Buenos Aires, instando a las autoridades a proveer agua potable y elementales condiciones sanitarias, si no querían que esa muerte cotidiana del mundo de los pobres se extendiera, sin respetar rejas ni muros, al mundo de los ricos (más que un llamado a la solidaridad, podría decirse, lo de Rawson fue un alerta –desoído como tantos- a la clase gobernante).
“Acomodados holgadamente en nuestros domicilios –dice Rawson-, cuando vemos desfilar ante nosotros a los representantes de la escasez y la miseria, nos parece que cumplimos un deber moral y religioso ayudando a esos infelices con una limosna; y nuestra conciencia queda tranquila después de haber puesto el óbolo de la caridad en la mano temblorosa del anciano, de la madre desvalida o del niño pálido y enfermizo. Pero sigámosles, aunque sea con el pensamiento, hasta la desolada mansión que los alberga; entremos con ellos a ese recinto oscuro, estrecho, húmedo e infecto, donde pasan sus horas, donde viven, donde duermen, donde sufren los dolores de la enfermedad y donde los alcanza la muerte prematura (…) De aquellas fètidas pocilgas, cuyo aire jamás se renueva y en cuyo ambiente se cultivan los gérmenes de las más terribles enfermedades, salen esas emanaciones, se incorporan a la atmósfera circunvecina y son conducidas por ella tal vez hasta los lujosos palacios de los ricos”.
Esas (odiosas) comparaciones
Los fastos del Bicentenario, en Chile, sufrieron el golpe mortal del terremoto del 27 de febrero. Un reciente decreto presidencial, declarando la economía de guerra y “una austeridad que duela” (Piñera dixit) ha marcado el cambio en la agenda económica y política del país hermano. En la Argentina no hemos sufrido una catástrofe como la de Haití o la de Chile, aunque sí padecimos, distribuida en el tiempo, la catástrofe del neoliberalismo (si así queremos llamar al capitalismo financiero y depredador), que hipotecó buena parte del patrimonio público y que impuso un modelo de desintegración y exclusión social sin precedentes.
Para 1916 (Centenario de la Independencia), la red ferroviaria argentina alcanzaba los 36.077 kilómetros. Era la más importante de América latina, superando incluso a la brasileña. En estos días, cuando los productores rurales inician una prometedora cosecha de soja y maíz, se encuentran con que no disponen de un parque suficiente de camiones para los tres millones de viajes que deberán realizar. De los trenes no hablan, claro. Porque ya no están los trenes ahí, como debieran estar. El Estado brasileño –leemos en un boletín- anunció que en 2010 extenderá su red ferroviaria, creando el ramal Centro-Oeste, de 1.602 kilómetros. La construcción de la nueva vía férrea, ha manifestado Glauber Silveira, de la Asociación de Productores de Soja y Maìz de Mato Grosso, “permitirá ahorrar 550 millones de dólares anuales, sólo con el transporte de la cosecha”.
Si tomamos el parámetro de la mortalidad infantil, que preocupaba a ciertos higienistas y sanitaristas del Ochenta -como Guillermo Rawson- veremos que la evolución no ha sido acorde con el desarrollo de la ciencia médica o de la capacidad nutricional del país, en más de un siglo transcurrido.
Según el último informe del Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa), difundido en estos días, si bien hubo un descenso importante y promisorio entre 1990 y 2007 (del 29,6 por mil al 15,6 por mil), se advierte que a partir de ese año no sólo cesa la tendencia decreciente, sino que la tasa comienza nuevamente a subir. Para dar algunos datos de contexto internacional, digamos que Sri Lanka y Siria (13 y 14 por mil, respectivamente) y ni hablar Cuba (7 por mil), tienen tasas de mortalidad infantil mucho mejores y alentadoras que las nuestras.
Esta rutina de comparar países y logros y dirigencias y circunstancias, ya se ha vuelto patológica (nuestra querida Graciela Scheines, que partió antes de tiempo, pudo examinarlo en su libro Las metáforas del fracaso, que hoy deberíamos releer).
Otras inscripciones en la medalla
Volvamos a los anarquistas, a los valientes anarquistas de 1910, que se animaron a inscribir en las plateadas medallas del Centenario, junto al gorro frigio y los símbolos sagrados, “un mentís a cuantas libertades quieren celebrarse y expresarse en el mundo civilizado”.
En esta coyuntura argentina, cuando tanto se habla y polemiza en las cámaras legislativas, en los juzgados y los medios, acerca de las reservas monetarias, dirigimos nuestra mirada hacia otra clase de reservas, que no están depositadas en los bancos y que no pueden medirse ni prestarse ni alquilarse. Ellas vendrían a ser (se trataría, quién sabe, podríamos llamarlas) las reservas morales.
A aquellos trabajadores libertarios que no figuraron en la agenda de festejos del Centenario (ya que, oh casualidad, el mismísimo 25 de Mayo estaban llamando a la huelga); a esos incansables obreros que no salieron en las postales y fotografías oficiales, les debemos, nada más y nada menos, la creación de las reservas morales. Nadie puede dilapidarlas (primera virtud que tienen). No sirven para pagar la deuda externa. No son enajenables. Y cada vez que el pueblo las necesita, aparecen.
24 de marzo
24/03/10
Por Carlos del Frade
(Ape).- -Defender la empresa y la propiedad privada es el primer deber- dijo el general Ramón Genaro Díaz Bessone, ministro de Planeamiento de la dictadura, en octubre de 1977, en los salones de la Bolsa de Comercio de Rosario, mientras los dueños de casi todas las cosas aplaudían la declaración pública del ADN del golpe del 24 de marzo de un año antes.
Nada de patria ni heroísmo: empresa y propiedad privada era el primer deber de los herederos de San Martín aquel que juró jamás desenvainar su espada para derramar sangre de hermanos.
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agenciapelota@pelotadetrapo.org.ar
23/03/10
Por Silvana Melo
(APe).- Acaso sean primero las preguntas. Para tratar de comprender son imprescindibles las preguntas. De respuestas contundentes, sabiondas, arbitrarias, está el hastío superando las cabezas. Y confundiéndolo todo, para que la verdad vuelva a quedar en la piecita de atrás, bien escondida para los que le temen y la combaten.
¿Alguien escribió para este país el destino de la inmolación joven? ¿Es la muerte de los chicos lo que golpea conciencia en los demás, como una estaca en el hombro? ¿Qué es lo quemaba la rebelión popular de Baradero cuando encendía la Municipalidad y el Concejo Deliberante? ¿Qué quiso olvidar la rebelión popular de Baradero cuando incendió el Registro Civil y todas las actas y certezas de quiénes nacen y quiénes mueren en el pueblo? ¿Qué es lo que quiere volver a empezar? ¿Es Baradero un fenómeno de ciudad pequeña del interior, improyectable hacia el centro? ¿O es una pequeña sinopsis de la reacción por la impasibilidad de las instituciones del Estado ante los dramas de la gente? ¿Pintan su aldea los apenas 30 mil habitantes baraderenses para advertir a quienes se dignen a escuchar que pueden ser universales?
Todo parece empezar, si uno se para en una esquina cualquiera de la historia, en una fiesta de la que se van Giuliana Giménez y Miguel Portugal, los dos de apenitas 16 años, convencidos de que la vida es eterna hasta el final, como lo creen todos los que tienen 16 años y se acaban de volver a enamorar en esas horas. Se suben a la Gilera de Miguel y salen al aire fresco de las seis de la mañana. Sin casco porque el casco ataja esa brisa universal, habrán sentido. Creídos de que la muerte es una vieja lejana y ellos ángeles inaccesibles. La represiva y absurda política de tránsito impuesta por las autoridades largó a las calles a inspectores como perros feroces a perseguir a los pibes infractores que no llevaban casco. Dice el propio padre de Miguel –que fue inspector de esta cuadrilla- que les ordenaban abrir las puertas de las camionetas cuando pasaban los chicos para que se cayeran de las motos. Aunque la reacción haya cometido la tontería de incendiar la camioneta y quemar con ella cualquier rastro de la verdad, hay testigos que aseguran haber visto el volantazo para detener a Miguel y Giuliana. Otros dicen lo contrario. Pero en del imaginario popular jamás nadie podrá quitar la acidez en el alma con que golpea la arbitrariedad.
La verdad más atroz es que hay dos pibes muertos. Muertos cuando segundos antes creían que la vida sería eterna. Hasta el final. Pero el final en estas tierras suele ser ferozmente próximo.
Y la arbitrariedad es hermana y cómplice de un Estado amnésico, indiferente, falto de respuestas, autista. De un poder político que va engordando una deuda interna que, ya como una decisión sistémica, no va a atacarse. De una Justicia que nunca da respuestas a las víctimas, de un sistema que abandona hasta la desesperación y hasta la muerte. Cuando la arbitrariedad aparece, donde aparezca, en cualquiera de sus mutaciones proteicas, puede sobrevolar por las extensas alfombras de la resignación y la indiferencia. O puede encender una llama. Una pequeña llamita en un tiempo combustible. Y el incendio aparece, donde menos se lo espera. En una población tranquila, de 30 mil habitantes, cuyos dirigentes sólo atinan a negar que los que atacaron el símbolo de las instituciones fueran de ahí –no es muy posible organizar una banda de infiltrados un domingo a las 8 de la mañana ante algo que nadie sabía que iba a ocurrir-, porque lo malo siempre viene de afuera y nunca pertenece a un espacio pequeño donde “nos conocemos todos”.
Cuando los baraderenses encendían –o miraban cómo encendían- la Municipalidad y el Concejo Deliberante, acaso estaban poniéndole fuego –o mirando ponerle fuego- a tanto olvido para que se desolvide. A tanto abandono para que se desabandone. A tanta injusticia para que se justicie. Estaban, tal vez, enfrentando a los símbolos del Poder. A los arquetipos del Poder que puede para algunos y despuede para las mayorías. Del Poder que mira su propio ombligo y se olvida de los vulnerables y de los pibes y de la muerte temprana que termina siendo principio de cambio amargamente necrófilo.
Cuando los baraderenses encendían –o miraban cómo encendían- el Registro Civil, acaso quisieron sacarse de encima la memoria y las certezas, como para empezar de nuevo quién sabe cómo. En un país donde todos los nuevos son siempre los mismos y nadie termina de irse jamás.
Tal vez no haya mucho más que acasos y preguntas. Que son mejores que las respuestas pétreas y cuadradas e inmodificables.
Tal vez la mayor certeza es que Baradero es una fotografía alertante y soberbia que no mirará quien se niegue a hacerlo. Que no es una imagen aislada sino parte de una película que demasiados deciden ignorar que se está rodando en el abajo, tierra a tierra, piel a piel, desconsuelo a desconsuelo. Y cuyo punto final puede poner en pie, con manos y piernas nuestras, un país que sea otro.
Sobre las reservas morales
25/03/10
Por Oscar Taffetani
(APe).- Las panaderías argentinas de 1910 exhibían, junto a los frutos –amasados y horneados- de la dorada pampa cerealera, algunos condimentos ideológicos -y satíricos- agregados por los panaderos anarquistas. Así se conocieron las bolas de fraile y los sacramentos, las bombas, los cañones, los vigilantes… sabrosas facturas que los porteños de ayer (como los de hoy) consumían de mañana o de tarde, casi siempre acompañando el mate.
Cada noticia publicada por los diarios burgueses (es decir, por los grandes diarios) sobre hechos sucedidos o por suceder, hallaba de inmediato la réplica anarquista, zumbona y transgresora. Si, por ejemplo, se anunciaba la visita oficial de la Infanta Isabel de Borbón, Princesa de Asturias, a los fastos del Centenario, muy pronto se ponía a circular alguna letrilla antimonárquica –también llegada de España- a la calle: “La infanta Eulalia / se limpia el cu… / con una dalia. // La infanta Isabel / se limpia el cu… / con un clavel. // ¡Joderse con las infantas! / ¡Qué fea manera / de tratar las plantas!”.
Es que los hábitos de higiene –ya que rozamos el tema- si eran improbables en residencias y palacios, eran sencillamente impracticables en los conventillos donde sobrevivían, hacinados y sin agua, cientos de miles de inmigrantes. La miseria de gran parte de la población urbana, expresada en datos como una mortalidad infantil del 34 por mil, mostraba la cara oscura del Centenario.
Guillermo Rawson, médico sanjuanino que instituyó la primera cátedra de Sanidad Pública en el país, escribió hacia 1890 una monografía sobre la situación de las casas de inquilinato en la ciudad de Buenos Aires, instando a las autoridades a proveer agua potable y elementales condiciones sanitarias, si no querían que esa muerte cotidiana del mundo de los pobres se extendiera, sin respetar rejas ni muros, al mundo de los ricos (más que un llamado a la solidaridad, podría decirse, lo de Rawson fue un alerta –desoído como tantos- a la clase gobernante).
“Acomodados holgadamente en nuestros domicilios –dice Rawson-, cuando vemos desfilar ante nosotros a los representantes de la escasez y la miseria, nos parece que cumplimos un deber moral y religioso ayudando a esos infelices con una limosna; y nuestra conciencia queda tranquila después de haber puesto el óbolo de la caridad en la mano temblorosa del anciano, de la madre desvalida o del niño pálido y enfermizo. Pero sigámosles, aunque sea con el pensamiento, hasta la desolada mansión que los alberga; entremos con ellos a ese recinto oscuro, estrecho, húmedo e infecto, donde pasan sus horas, donde viven, donde duermen, donde sufren los dolores de la enfermedad y donde los alcanza la muerte prematura (…) De aquellas fètidas pocilgas, cuyo aire jamás se renueva y en cuyo ambiente se cultivan los gérmenes de las más terribles enfermedades, salen esas emanaciones, se incorporan a la atmósfera circunvecina y son conducidas por ella tal vez hasta los lujosos palacios de los ricos”.
Esas (odiosas) comparaciones
Los fastos del Bicentenario, en Chile, sufrieron el golpe mortal del terremoto del 27 de febrero. Un reciente decreto presidencial, declarando la economía de guerra y “una austeridad que duela” (Piñera dixit) ha marcado el cambio en la agenda económica y política del país hermano. En la Argentina no hemos sufrido una catástrofe como la de Haití o la de Chile, aunque sí padecimos, distribuida en el tiempo, la catástrofe del neoliberalismo (si así queremos llamar al capitalismo financiero y depredador), que hipotecó buena parte del patrimonio público y que impuso un modelo de desintegración y exclusión social sin precedentes.
Para 1916 (Centenario de la Independencia), la red ferroviaria argentina alcanzaba los 36.077 kilómetros. Era la más importante de América latina, superando incluso a la brasileña. En estos días, cuando los productores rurales inician una prometedora cosecha de soja y maíz, se encuentran con que no disponen de un parque suficiente de camiones para los tres millones de viajes que deberán realizar. De los trenes no hablan, claro. Porque ya no están los trenes ahí, como debieran estar. El Estado brasileño –leemos en un boletín- anunció que en 2010 extenderá su red ferroviaria, creando el ramal Centro-Oeste, de 1.602 kilómetros. La construcción de la nueva vía férrea, ha manifestado Glauber Silveira, de la Asociación de Productores de Soja y Maìz de Mato Grosso, “permitirá ahorrar 550 millones de dólares anuales, sólo con el transporte de la cosecha”.
Si tomamos el parámetro de la mortalidad infantil, que preocupaba a ciertos higienistas y sanitaristas del Ochenta -como Guillermo Rawson- veremos que la evolución no ha sido acorde con el desarrollo de la ciencia médica o de la capacidad nutricional del país, en más de un siglo transcurrido.
Según el último informe del Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa), difundido en estos días, si bien hubo un descenso importante y promisorio entre 1990 y 2007 (del 29,6 por mil al 15,6 por mil), se advierte que a partir de ese año no sólo cesa la tendencia decreciente, sino que la tasa comienza nuevamente a subir. Para dar algunos datos de contexto internacional, digamos que Sri Lanka y Siria (13 y 14 por mil, respectivamente) y ni hablar Cuba (7 por mil), tienen tasas de mortalidad infantil mucho mejores y alentadoras que las nuestras.
Esta rutina de comparar países y logros y dirigencias y circunstancias, ya se ha vuelto patológica (nuestra querida Graciela Scheines, que partió antes de tiempo, pudo examinarlo en su libro Las metáforas del fracaso, que hoy deberíamos releer).
Otras inscripciones en la medalla
Volvamos a los anarquistas, a los valientes anarquistas de 1910, que se animaron a inscribir en las plateadas medallas del Centenario, junto al gorro frigio y los símbolos sagrados, “un mentís a cuantas libertades quieren celebrarse y expresarse en el mundo civilizado”.
En esta coyuntura argentina, cuando tanto se habla y polemiza en las cámaras legislativas, en los juzgados y los medios, acerca de las reservas monetarias, dirigimos nuestra mirada hacia otra clase de reservas, que no están depositadas en los bancos y que no pueden medirse ni prestarse ni alquilarse. Ellas vendrían a ser (se trataría, quién sabe, podríamos llamarlas) las reservas morales.
A aquellos trabajadores libertarios que no figuraron en la agenda de festejos del Centenario (ya que, oh casualidad, el mismísimo 25 de Mayo estaban llamando a la huelga); a esos incansables obreros que no salieron en las postales y fotografías oficiales, les debemos, nada más y nada menos, la creación de las reservas morales. Nadie puede dilapidarlas (primera virtud que tienen). No sirven para pagar la deuda externa. No son enajenables. Y cada vez que el pueblo las necesita, aparecen.
24 de marzo
24/03/10
Por Carlos del Frade
(Ape).- -Defender la empresa y la propiedad privada es el primer deber- dijo el general Ramón Genaro Díaz Bessone, ministro de Planeamiento de la dictadura, en octubre de 1977, en los salones de la Bolsa de Comercio de Rosario, mientras los dueños de casi todas las cosas aplaudían la declaración pública del ADN del golpe del 24 de marzo de un año antes.
Nada de patria ni heroísmo: empresa y propiedad privada era el primer deber de los herederos de San Martín aquel que juró jamás desenvainar su espada para derramar sangre de hermanos.
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