La carta:
"La primera vez que tuve la sensación de
que mi viejo se moría, que lo vi débil de verdad, fue yendo a ver al Rojo.
Rodolfo (así se llamaba) era periodista.
Trabajaba en tele, en radio, en gráfica… Los viernes solía llegar con un
regalo: credenciales de Prensa para la cancha. Yo crecí acostumbrado a los
lugares privilegiados. Vi muchos partidos en las cabinas, al lado a los
relatores de las radios, o en plateas “lujosas”. Era parte de la “chapa” de mi
papá.
Pero en 1980, la mano venía distinta. El viejo
estaba sin laburar en los medios. En la Argentina de la plata dulce, había
puesto un kiosco en la galería de al lado de Sadaic. Ese negocito, último bien
de una extraña herencia familiar, no daba para ningún lujo. Vivíamos con lo
justo. Para colmo, al periodista le
faltaba el “brillo” de la profesión. El otrora escriba reconocido y jefazo,
ahora expendía alfajores, turrones y 43/70. Un dato: lo hacía de saco y
corbata. Me cuesta recordarlo con otro ropaje. Era casi su uniforme.
Es posible que yo, con 11 hincha-bolas años,
haya insistido en ir a la cancha ese día caluroso de diciembre. Jugábamos el
partido de vuelta de una semifinal del Nacional. Racing de Córdoba nos había
ganado 4 a 0 en la ida, pero vaya a saber que extraño convencimiento nos llevaba
a creer que lo podíamos dar vuelta.
Tomamos el bondi a Avellaneda (ya no teníamos
el Fiat 800 que se había ido para pagar una deuda) y encaramos la larga
caminata por la siempre convulsionada Alsina. Eramos miles los que caminábamos
hacia el estadio de la Doble Visera envueltos en banderas, gorros y entonando
cantitos que prometían que “vamos a salir campeón…”
Llegando a las boleterías, vi que el viejo
encaraba para la fila de la Popular. Debe haber visto la cara de decepción del
nene acostumbrado a las cabinas y las plateas. Me dijo algo así como “hoy vamos
acá, es mejor”. No le creí. Entendí que era lo que se podía.
La fila de al lado, la de las butacas, era más
ordenada. La de la General era un caos de empujones, gritos… Mi viejo -vale la
pena recordar que lo suyo eran las letras más que las multitudes…- pujaba por
llegar a la ventanilla, pero no avanzaba. De pronto lo vi salir de ese marea de
compradores de último momento. “Vamos, esto no es para nosotros” me dijo.
Me salió de adentro un “Y si vamos a la
platea?” Creo que mi pregunta fue un puñal. Me contestó “No tenemos plata”.
Recuerdo la sequedad de la respuesta. Hoy entiendo que era la última armadura
de un tipo disminuido, que no podía cumplirle “algo” a su hijo. Era grave? No,
claro que no. Pero evidentemente para él tenía un simbolismo. Ya no era lo que
había sido. No se le abrían las puertas de las cabinas. No llegaba a comprar
dos plateas. Empezaba a no poder.
Con aire de vencidos, volvimos por Alsina, una
calle que siempre me pareció horrenda. Mientras nos alejábamos del estadio,
recuerdo haber escuchado el rugido de las tribunas, exaltadas por la salida del
equipo…
A las pocas cuadras, mi viejo detuvo su
caminata. Me miró y me dijo “esperá un segundo”. Se sentó en el portal de una
casita. “Qué te pasa?” le dije. “No me siento muy bien, ya se me pasa”. Una
señora que veía la escena desde adentro de la casa salió y le dio un vaso de
agua. La situación no duró mucho, se recompuso rápido. Al rato estábamos de
nuevo en el colectivo y media hora más tarde, en casa.
Lo que podría haber sido un simple sofocón,
fue para mi una señal grave. No se bien porqué, pero ese día de diciembre, algo
me dijo que mi viejo se me estaba muriendo. Tenía insólitos y jóvenes 53 años,
pero fumaba mucho, había tenido un pre infarto un par de años antes, no se cuidaba… Y estaba (comprendí muchos
años después) muy deprimido.
Rodolfo se fue un año y medio después, sin dar
demasiada lucha, sin comprender que era más importante cuidarse que entregarse
al vicio que lo había tomado a los 14 años y del que, para colmo, estaba
orgulloso. Nos dejó rápido. Mi enojo con él, por no haber estado, por no haber
bancado, por no haber peleado, duró años. Muchos años.
Ese hombre que se fue envuelto en debilidades,
antes de apagarse, fue mi ídolo. Ese porteño tanguero que no me legó un mango,
me dejó un puñado de cosas invalorables: el gusto por la historia, la pasión
por la lectura, el placer por una buena partida de ajedrez, el ateísmo, una
imagen de decencia inquebrantable que fue clave para que yo no me desviara
cuando me tentaron… Y claro, el paladar negro de hincha de Independiente.
De muy chico aprendí dos versos : Maril, De la
Mata, Erico, Sastre y Zorrilla (el primero) y Miceli, Ceconatto, Lacacia,
Grillo y Cruz (el segundo). Se dicen de
corrido, rápido, porque decirlo así es señal de que sabes…
Nos recuerdo embanderando juntos la casa,
mientras esperábamos que la Central Terrena de Balcarce retransmitiera la señal
de alguna final de la Libertadores jugada en Montevideo, en San Pablo, en
Santiago… Nos veo saltando y gritando goles de Bertoni que ya van a venir,
repitiendo Bo Bo Chini hasta la afonía, aplaudiendo barridas de Pancho Sa,
corajeadas del Mencho Balbuena, tiros libres de Pavoni… Me gustaba escuchar
aquella anécdota de una tarde en la que Bernao se había acercado a plena platea
baja y le había dedicado un gol a mi vieja… Amaba a Boneco, aquel perro pulgoso
que salía a la cancha con el primer equipo, llevando en su boca el banderín del
CAI.
Cuando yo era chiquito, Rodolfo solía venir
con un caramelo. Me lo daba y me decía “te lo manda el señor Independiente”. A
veces, en vez de una golosina traía una aspirina. Ante mi mirada de asco,
respondía “te la manda el señor Racing”. Era un tipo serio, pero cuando quería,
tenía salidas memorables.
El viejo se fue en junio -vaya casualidad- del
82. No llegó a ver el gol de Percudani al Liverpool. Tampoco vivió esa tarde en
la que salimos campeones frente a un Racing que descendía. Pero su vida estuvo
repleta de vueltas olímpicas, de hazañas, de gloria internacional. De eso, se
fue lleno.
Escribo esto en plena agonía. A no ser que
obre un milagro, en tres semanas nos habremos ido a la B.No sé qué pensaría
Rodolfo ahora, pero estoy seguro que jamas se le cruzó por la cabeza que su
invencible equipo repleto de copas, estuviese así, casi sentenciado, a días de
adquirir esa mancha imborrable.
Me costó añares despedirlo, hacer un duelo
como corresponde. Creo que una buena parte de mi tristeza actual tiene que ver
con que no puedo parar de recordarlo. De recordarte.
Volvé viejo. Aparecete de traje, envuelto en
una bandera roja. Decime que todo esto es una aspirina que me mandó el señor
Racing. Que nosotros comemos caramelos, porque los amargos son ellos. Enseñame
de nuevo a aplaudir un sombrerito del Bocha. Agarrame de la mano para gritar un
gol de Bertoni. Si no podes volver, te entiendo. Ya es hora de bancármela solo.
Seré digno. Aunque, te aviso. A escondidas de Lola, voy a llorar.
Chau viejito. Descansá en el cielo inexistente
de los ateos. Algún día vamos a volver. Este también es un modo, tardío, de
despedirte".
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