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CACHORROS

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domingo, 2 de junio de 2013

Homilía del obispo diocesano, monseñor Jorge Lugones

Corpus Christi 2013
Homilía del obispo diocesano, monseñor Jorge Lugones
¡Alabado sea Jesucristo!

En el Año de la Fe hemos venido a adorar y a compartir el misterio de la fe: Jesús resucitado, misterio pascual, que se quiso quedar en la Eucaristía, en la sencillez de la bondad del pan para darse a los demás, en su sangre derramada por muchos para el perdón de los pecados. El pueblo de Dios cree en la Eucaristía, la adora y la custodia acompañándola en este caminar con El, orando con El a través del canto, de la alabanza, de la súplica confiada, del ofrecimiento, de la alegría de compartir la Fe.
Por eso afirmamos que cuando la comunidad celebra la Eucaristía, comparte su fe, esta fe que es un creer que el Señor nos puede transformar en verdaderos hermanos, por los cuales transite esta corriente de vida nueva, porque este creer, nos consuela, nos anima, nos tiene que llevar a obrar el amor, sino no sería auténtico nuestro creer.
            Hemos escuchado el Evangelio de San Lucas sobre la multiplicación de los panes. Los versículos anteriores a este pasaje nos muestran la perplejidad de Herodes ante los signos de Jesús. “El lugar donde se reconoce a Jesús no es la curiosidad de Herodes, que lo quiere controlar y tener en su mano, sino la fragancia del pan y el asombro estupefacto del discípulo que lo saborea… El partir el pan es una revelación objetiva de su amor hacia mí: lo re-cuerdo, lo llevo a mi corazón, al centro de mi persona y me dejo interpelar por él tratando de responder. La fe es este diálogo que se hace vida común, su amor que se hace pan y mi alimento[1]”.
Este relato nos muestra un Jesús atento a las necesidades de su pueblo, porque la voluntad de Dios es que todos puedan partir su pan con dignidad y que es posible que alcance para todos. Porque cuando el pan se acumula en pocas manos, cuando nos encerramos en la ambición y la comodidad, cuando nos dejamos encerrar por el egoísmo, o la actitud soberbia de “salvarme yo solo”, el afán de amarrocar, o el mero hecho de no importarme que otro prójimo pase necesidad, entonces no parece cumplirse la voluntad de Dios en nuestra tierra.
Ante el escándalo de la pobreza y la exclusión social, cuando hay notorias indiferencias sociales, no se trata sólo de una política deficiente o de un problema económico, se trata también de una falta de capacidad para amar, es un problema de amor que me cierra a la magnífica ocasión de compartir y hacer que otros tengan una vida más digna y más justa.
San Pablo llama la atención a los cristianos griegos que nutrían la Iglesia de Corinto, y formaban comunidad con hermanos venidos de otros lugares, que si bien son diversos, sin embargo forman un solo cuerpo. Les advierte sobre las idolatrías de turno, que alejan del compromiso con la comunidad. Hoy en día también nos sentimos atrapados por las nuevas-viejas idolatrías: del individualismo, de la imagen autorreferencial, de la tecnología, que nos quitan tiempo en familia, tiempo para compartir nuestra vida, tiempo para la oración y adoración eucarística, tiempo y espacio para la evangelización, tiempo para la vida en comunidad.
Cuando el pan se comparte y se reparte se convierte en una forma de encuentro que es lo que realizó Jesús. En ese encuentro nos ponemos a tiro del amor de Dios, que es capaz de sacar lo mejor de nosotros y dejarnos usar por la fuerza de su bondad. Cuando le ofrecemos lo poco que tenemos hay pan para todos y sobra.  
Además estos panes son símbolo de la Eucaristía, el pan espiritual del que hablará Jesús más adelante. Y la Eucaristía es el sacramento del amor fraterno que nos hace vivir la verdadera comunión, nos va despojando de los personalismos, para hacernos servidores de todos porque es el sacramento de la unidad y la generosidad.
Realmente: ¿Queremos formar juntos una Iglesia abierta solidaria y misionera? O nos conformamos con repetir un lema. La Eucaristía es capaz de ir abriéndonos a la solidaridad y a la misión, pero tengamos presente que no es suficiente comulgar, es necesario hacer la comunión con los hermanos, dejarnos transformar en obreros del encuentro, de la paz, de una misión vincular creíble y del servicio magnánimo. La verdadera comunión con Cristo se plasma en la caridad y me lleva a ser dócil a las inspiraciones del Espíritu para obrar el amor.
También la gratuidad de la Eucaristía tiene un poder transformante, sanante y liberador.
Transformante: porque puede realizar este cambio en los corazones, es capaz de transformar la actitud más rígida. Sanante: es capaz de sanar el corazón más herido o la actitud más egoísta, y Liberador: puede desatar y liberar de cualquier opresión del mal o mundanidad del demonio.
La fiesta del Corpus es la fiesta de la comunión que se visibiliza en comunidad. Una comunidad peregrina que muestra la alegría que trae Jesucristo Resucitado, una comunidad que sale a caminar  mostrando a todos su tesoro más valioso: Jesucristo, quien hoy pide a los jóvenes que le pongan el hombro a Cristo, que no se borren ante el difícil desafío de la prioridad diocesana. Hoy Jesús Eucaristía se deja cargar en andas como un sagrario peregrino por los adolescentes y jóvenes  que caminando hacia la Catedral nos invitan a vivir la misión vincular como Iglesia diocesana, ellos quieren mostrar sin ningún tipo de vergüenza que están con Cristo, que viven con Cristo y que quieren ser totalmente de Cristo.
Vemos que en nuestras procesiones nuestros sacerdotes y ministros ya no se encolumnan detrás del santo o en este caso de la custodia, sino que se hacen caminantes de la vida, caminantes de la vida de los hombres y sus circunstancias; van por las veredas, por las casas, por los comercios, siendo ellos las manos de este Cristo encerrado en la custodia que quiere bendecir y tocar, acercar y abrazar, ellos son los ojos del Señor de la alegría, son la cercanía que vence las distancias y los prejuicios, son la ternura de Dios a través de los pequeños gestos con gran amor, son la misericordia del corazón de Cristo ofrecido en el sacramento de la reconciliación, percibimos entonces este río de gracia que va tejiendo la trama entre la Eucaristía y la vida.
Nos encomendamos a Maria Madre y Reina de la Paz en quien el misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro como misterio de amor, para que nos invite siempre a la mesa de su Hijo, para “hacer lo que Él nos diga”. Mirando a nuestra Madre conocemos la fuerza transformadora de la Eucaristía, porque en ella vemos al mundo renovado por el amor, amor crucificado y resucitado. Ella está presente como Madre de la Iglesia en todas nuestras celebraciones eucarísticas, nos invita a hacer de nuestras vidas,  un Magnificat, un canto nuevo, desde el misterio de Cristo hecho pan.-

Mons. Jorge Lugones
Obispo de Lomas de Zamora

[1] Fausti S, Una comunidad lee el Evangelio de Lucas.Ed. San Pablo

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