Corpus Christi 2013
Homilía del obispo diocesano, monseñor Jorge Lugones
¡Alabado sea Jesucristo!
En
el Año de la Fe hemos venido a adorar y a compartir el misterio de la fe: Jesús
resucitado, misterio pascual, que se quiso quedar en la Eucaristía, en la
sencillez de la bondad del pan para darse a los demás, en su sangre derramada
por muchos para el perdón de los pecados. El pueblo de Dios cree en la
Eucaristía, la adora y la custodia acompañándola en este caminar con El, orando
con El a través del canto, de la alabanza, de la súplica confiada, del
ofrecimiento, de la alegría de compartir la Fe.
Por
eso afirmamos que cuando la comunidad celebra la Eucaristía, comparte su fe,
esta fe que es un creer que el Señor nos puede transformar en verdaderos
hermanos, por los cuales transite esta corriente de vida nueva, porque este
creer, nos consuela, nos anima, nos tiene que llevar a obrar el amor, sino no
sería auténtico nuestro creer.
Hemos escuchado el Evangelio de San
Lucas sobre la multiplicación de los panes. Los versículos anteriores a este
pasaje nos muestran la perplejidad de Herodes ante los signos de Jesús. “El
lugar donde se reconoce a Jesús no es la curiosidad de Herodes, que lo quiere
controlar y tener en su mano, sino la fragancia del pan y el asombro
estupefacto del discípulo que lo saborea… El partir el pan es una revelación
objetiva de su amor hacia mí: lo re-cuerdo, lo llevo a mi corazón, al centro de
mi persona y me dejo interpelar por él tratando de responder. La fe es este
diálogo que se hace vida común, su amor que se hace pan y mi alimento[1]”.
Este relato nos muestra un Jesús atento a las necesidades de su
pueblo, porque la voluntad de Dios es que todos puedan partir su pan con
dignidad y que es posible que alcance para todos. Porque cuando el pan se
acumula en pocas manos, cuando nos encerramos en la ambición y la comodidad,
cuando nos dejamos encerrar por el egoísmo, o la actitud soberbia de “salvarme
yo solo”, el afán de amarrocar, o el mero hecho de no importarme que otro
prójimo pase necesidad, entonces no parece cumplirse la voluntad de Dios en
nuestra tierra.
Ante el escándalo de la pobreza y la exclusión social, cuando hay
notorias indiferencias sociales, no se trata sólo de una política deficiente o
de un problema económico, se trata también de una falta de capacidad para amar,
es un problema de amor que me cierra a la magnífica ocasión de compartir y hacer
que otros tengan una vida más digna y más justa.
San Pablo llama la atención a los cristianos griegos que nutrían
la Iglesia de Corinto, y formaban comunidad con hermanos venidos de otros
lugares, que si bien son diversos, sin embargo forman un solo cuerpo. Les
advierte sobre las idolatrías de turno, que alejan del compromiso con la
comunidad. Hoy en día también nos sentimos atrapados por las nuevas-viejas
idolatrías: del individualismo, de la imagen autorreferencial, de la
tecnología, que nos quitan tiempo en familia, tiempo para compartir nuestra
vida, tiempo para la oración y adoración eucarística, tiempo y espacio para la
evangelización, tiempo para la vida en comunidad.
Cuando el pan se comparte y se reparte se convierte en una forma
de encuentro que es lo que realizó Jesús. En ese encuentro nos ponemos a tiro
del amor de Dios, que es capaz de sacar lo mejor de nosotros y dejarnos usar
por la fuerza de su bondad. Cuando le ofrecemos lo poco que tenemos hay pan
para todos y sobra.
Además estos panes son símbolo de la Eucaristía, el pan espiritual
del que hablará Jesús más adelante. Y la Eucaristía es el sacramento del amor
fraterno que nos hace vivir la verdadera comunión, nos va despojando de los
personalismos, para hacernos servidores de todos porque es el sacramento de la
unidad y la generosidad.
Realmente: ¿Queremos formar juntos una Iglesia abierta solidaria y
misionera? O nos conformamos con repetir un lema. La Eucaristía es capaz de ir
abriéndonos a la solidaridad y a la misión, pero tengamos presente que no es
suficiente comulgar, es necesario hacer la comunión con los hermanos, dejarnos
transformar en obreros del encuentro, de la paz, de una misión vincular creíble
y del servicio magnánimo. La verdadera comunión con Cristo se plasma en la
caridad y me lleva a ser dócil a las inspiraciones del Espíritu para obrar el
amor.
También la gratuidad de la Eucaristía tiene un poder transformante,
sanante y liberador.
Transformante: porque puede realizar este cambio en los corazones,
es capaz de transformar la actitud más rígida. Sanante: es capaz de sanar el
corazón más herido o la actitud más egoísta, y Liberador: puede desatar y liberar
de cualquier opresión del mal o mundanidad del demonio.
La fiesta del Corpus es la fiesta de la comunión que se visibiliza
en comunidad. Una comunidad peregrina que muestra la alegría que trae
Jesucristo Resucitado, una comunidad que sale a caminar mostrando a todos su tesoro más valioso:
Jesucristo, quien hoy pide a los jóvenes que le pongan el hombro a Cristo, que
no se borren ante el difícil desafío de la prioridad diocesana. Hoy Jesús
Eucaristía se deja cargar en andas como un sagrario peregrino por los
adolescentes y jóvenes que caminando
hacia la Catedral nos invitan a vivir la misión vincular como Iglesia
diocesana, ellos quieren mostrar sin ningún tipo de vergüenza que están con
Cristo, que viven con Cristo y que quieren ser totalmente de Cristo.
Vemos que en nuestras procesiones nuestros sacerdotes y ministros
ya no se encolumnan detrás del santo o en este caso de la custodia, sino que se
hacen caminantes de la vida, caminantes de la vida de los hombres y sus
circunstancias; van por las veredas, por las casas, por los comercios, siendo
ellos las manos de este Cristo encerrado en la custodia que quiere bendecir y
tocar, acercar y abrazar, ellos son los ojos del Señor de la alegría, son la
cercanía que vence las distancias y los prejuicios, son la ternura de Dios a
través de los pequeños gestos con gran amor, son la misericordia del corazón de
Cristo ofrecido en el sacramento de la reconciliación, percibimos entonces este
río de gracia que va tejiendo la trama entre la Eucaristía y la vida.
Nos encomendamos a Maria Madre y Reina de la Paz en quien el
misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro como misterio de amor,
para que nos invite siempre a la mesa de su Hijo, para “hacer lo que Él nos
diga”. Mirando a nuestra Madre conocemos la fuerza transformadora de la
Eucaristía, porque en ella vemos al mundo renovado por el amor, amor
crucificado y resucitado. Ella está presente como Madre de la Iglesia en todas
nuestras celebraciones eucarísticas, nos invita a hacer de nuestras vidas, un Magnificat, un canto nuevo, desde el
misterio de Cristo hecho pan.-
Mons. Jorge Lugones
Obispo de Lomas de Zamora
[1] Fausti S, Una comunidad lee el Evangelio de Lucas.Ed. San Pablo
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